Muchos años después, cuando ya la tía Julia se había muerto en La Habana, una ráfaga de aire que soplaba en uno de esos jardines artificiales con que se embalsama a la naturaleza constreñida por el asfalto, me trajo, en Madrid, el olor que emanaba del cuerpo de la tía Julia. Era un tronco de romero añoso, polvoriento, retorcido y descascarillado.