Levantarse el viernes por la mañana, ese tan deseado “beernes”, con la promesa de todo un fin de semana por delante que comenzará a las tres de la tarde con varias cervezas con los amigos y se extenderá hasta la noche entre risas, propuestas de restaurantes donde cenar y más copas.
De repente, amanecer con resaca el jueves pero con la esperanza de que los jueves también sale alguien por la noche a tomarse algo.
Pasar el miércoles aséptico como mejor se pueda.
Levantarse el martes con pocas ganas de trabajar, sin apenas motivación y sabiendo que aún queda por delante un lunes demoledor.
Arrastrarse el lunes en el trabajo, con sueño y cansancio acumulados, odiando cualquier atisbo de nuevo encargo por parte de los jefes y deseando llegar a casa.
Estar tan agotado como para pasar el domingo tirado en el sofá, en pijama y delante del televisor, con un libro al lado.
Y, por fin, de nuevo sábado. De nuevo llamar a los amigos, quedar con ellos, salir, beber, divertirse, comer, beber, divertirse, cenar, beber…