En el mundo social, las primeras categorías que solemos utilizar para definir a una persona son el género y la edad. A pesar de que la sociedad occidental es cada vez más anciana, aumenta sin parar el culto a la juventud al tiempo que se ha construido una lectura negativa del proceso de envejecimiento, sometido muchas veces a medicalización para intentar retrasarlo lo más posible y que, en sus manifestaciones más extremas, se intenta evitar mediante las cirugías denominadas antiedad o antienvejecimiento. Esta percepción es especialmente visible en los discursos que elaboran las industrias culturales y, como consecuencia, la discriminación edadista afecta a todos los individuos maduros o ancianos. Esta vulnerabilidad se entrecruza con otras categorías de discriminación: el género en primer lugar, seguido de la pobreza. Por ello, además de las mujeres, otros colectivos viven situaciones de mayor estigmatización cuando envejecen, como es el caso de las personas transexuales, las que se desenvuelven en contextos de prostitución o las personas con discapacidad entre otras. El discurso cinematográfico, por su pape