Los lectores, esos depredadores invisibles, esa sociedad secreta de solitarios. Con su furtividad felina, su ascesis, su modestia. No les pasa el tiempo, dice Quignard, son nadadores de Paestum, pintados en el reverso de un sarcófago para los ojos de un muerto; son habitantes del tiempo encantado del juego, retirados del mundo al pie del Monte Calvario. Los escritores, esos que deben cortarse la lengua y coserse la boca para ser tales, para rasgar el velo que nadie veía y acallar el sonido que escuchábamos; para manifestar, vueltos candiles, lo invisible de la lengua hablada. La escritura, esa llave que abre nuestra morada al ladrón (designado, en latín, con una palabra de tres letras): el contenido se aleja, el sujeto se deshace, la dirección se descompone, desaparece el destinatario. El signo escrito nos toma por asalto, a nosotros, que lo hemos robado todo; no remite al signo lingüístico sino a una imagen arcaica, como los viejos espejos con marco de bronce que alguna vez se alzaron sobre tumbas. El texto se teje, como tejió en un tapiz su historia secreta y ultrajante Filomela, a quien Tereo de Tracia no