En Los que nunca opinan Candel nos presenta, una vez más, un retazo de ese mundo olvidado -conscientemente olvidado-, compuesto por las "mayorías silenciosas" de los que edifican el bienestar sin disfrutarlo: "Hombres sin rostro y sin historia (...) que en él último escalafón de la sociedad son los últimos de los últimos de los últimos..."
En esta ocasión -y ahí radica la originalidad del libro- el autor no se erige en portavoz de sus personajes: se limita a darles a ellos mismos voz y voto -ya que no rostro- en un apasionado intento de lanzar esas voces, como piedras, contra las maravillosas torres de cristal tras la que se encierran, por la derecha y por la izquierda, los profetas de la civilización consumista y los fabricantes de revoluciones in vitro, unos y otros ignorantes voluntarios de esa realidad que incomoda porque destruye las mejores tesis "científicas" y teorías retóricas. Los personajes de Candel, con el poeta, piden "la paz y la palabra": y su palabra áspera, dura, malsonante, apenas balbuceada a veces y escrita con faltas de ortografía otras, percute en ese falso concierto sabiamente amañado para dar fe de una existencia que es, en sí misma, acusación colectiva.