Y así, con casi cincuenta años, mi yo escritor se desperezó de nuevodentro de mí y rompió por fin el cascarón. Empecé otra vez a escribircon regularidad, a presentarme a concursos y a ganar alguno de ellos,y cuando el cuaderno de pastas amarillas vio la luz desde el fondo deun cajón, fagocité sin remordimientoalguno la sabiduría taurina que Manolito desplegaba durante nuestrascharlas en El Toledano y escribí un relato breve sobre la vida deÁngel García de la Flor, Padilla, el torero que se había pegado untiro en la sien en una buhardilla de la calle de Jacometrezo, y ganécon él el premio más importante de mi breve carrera mediosecreta como escritor. Me pareció justo que así fuera: Manolito habíasido un torero enano y yo me había convertido, poco a poco y sin darme cuenta, en un escritor enano que, en vez de lidiar con las grandeseditoriales y las listas de éxitos, se conforma con enfrentarse a loscertámenes convocados por los ayuntamientos,las asociaciones de vecinos, las casas regionales y los ateneos de los pueblos. Por las mañanas me pongo mi traje, me anudo mi corbata, mecalzo mis zapatos de cordones y s