En los últimos dos años, el Mediterráneo se ha convertido en la frontera más peligrosa del mundo. En sus aguas -las nuestras- pierden la vida miles de seres humanos que no son sólo inmigrantes a la búsqueda de mejores condiciones de trabajo, de una vida mejor, sino también y cada vez más, personas que huyen de diferentes formas de persecución: refugiados que deberían poder solicitar y obtener asilo. Los dirigentes europeos se declaran consternados después de las catástrofes de mayor impacto, vierten sus lágrimas de cocodrilo y claman contra las mafias que trafican con seres humanos. Después de la enésima tragedia, en aguas de Libia, en la que perecieron al menos ochocientas personas, se proclamó una -Nueva Agenda migratoria europea-, que incluiría criterios para distribuir entre los Estados miembros a unos 40.000 refugiados. El bochornoso espectáculo, propio de un bazar, en el que los responsables políticos europeos (sobre todo de España, Reino Unido, Hungría, Polonia) pugnaban por reb