He pronunciado tu nombre, Larissa, y has abierto
los ojos. Pero no eran tus ojos. Estos ojos de
hospital son unos ojos glaucos, casi opacos, sin la chispa
de esa alegría que siempre nos contagiabas.
Están en ti, pero no son tus ojos.
Y, sin embargo, mi corazón ha palpitado cuando
al pronunciar tu nombre, Larissa, has abierto los ojos.
Porque en tus ojos abiertos, aunque miren sin mirar,
hay un rayo de esperanza, una luz que es una puerta
para que tus ojos vuelvan a ser tus ojos y me mires
y mires otra vez el mundo que tendrás frente a ti.
Tu padre.